Estoy harta de callarme – Gloria Rodríguez
Por Gloria Rodríguez
En las redes sociales, circula un video donde un grupo de niños hacen llorar a una niña más pequeña por gritarle “gorda, gorda asquerosa, estás gorda por huevona y tragona”, mientras le avientan comida a la cara. No creo necesario explicarles la cara de dolor, humillación y frustración que tenía la niña. Vi el video por accidente, pero no lo olvidaré a propósito.
No puedo evitar pensar en la vida que le espera a esa pequeña niña después de lo que vivió: crecerá escondida en sí misma, odiando su cuerpo, tendrá pesadillas que la harán despertar agitada y asustada por las noches, establecerá relaciones con el sexo opuesto desde el miedo y el odio, canalizará su venganza contra su propio ser y será infeliz porque sentirá que nunca será suficientemente perfecta o buena o valiosa o digna de ser amada.
Me duele, carajo. Me duele y me indigna porque esa carita triste, esos ojos llenos de lágrimas, esos puños apretados conteniendo las ganas de desaparecer, los he visto muchas veces en muchas mujeres distintas, los he visto incluso en el espejo.
Cómo me hubiera gustado poder abrazarla, defenderla, protegerla de los embistes de este estúpido y superficial mundo que nos revienta a punta de prejuicios. Cómo me hubiera gustado mirarla a los ojos, decirle que no baje la mirada, que no llore, que los imbéciles son los demás que no ven en ella el valor y la belleza que tiene sólo por el hecho de estar viva.
Lo único peor a que te ataquen de esa manera es que la agresión se vuelva viral en las redes sociales y que un montón de gente lo vea una y otra vez, lo comparta, lo comente, lo lamente y finalmente lo deje pasar. Yo no pude ni quise. Redacté un breve mensaje en mi Facebook personal donde criticaba a la gente estúpida y sin criterio que permite y alienta que sucedan estas cosas, y la mayoría de los comentarios que recibí, si bien estaban llenos de cariño y buenos deseos, redundaban en la idea compasiva de “dejarlo pasar”, de “no darles el gusto de dejar que me afectara”, de que “no me enojara porque el que se enoja pierde”… y eso me hizo eco en las venas, en las arterias, ahí donde la sangre no entiende de diplomacias ni de buenas ondas new age.
Me dan vuelta en la cabeza un montón de ideas conciliadoras (o debería decir, más bien, cobardes): ¿fingir que no me importa? ¿Alegrarme de que no conozco a la pequeña víctima? ¿No reaccionar? ¿Castigar a los agresores con el frío látigo de mi desprecio? ¿Hacerle la ley del hielo a la violencia que está viviendo nuestro mundo? ¿Pasar la página y no dejar que eso afecte mi vida? ¿Ser tan egoísta como para cerrar los ojos?… ¡Perdón, pero no me jodan! No actuar me vuelve cómplice de esa hijoeputez. Estoy harta de callarme, de ser fuerte hacia dentro e ignorar lo que pasa alrededor, como si cerrar los ojos hiciera que la realidad desapareciera.
No denunciar un insulto o una agresión porque se tiene la idea de que eso fortalece al victimario es una pendejada que utilizaban nuestros abuelos y que ya no funciona, ¡ya no sirve de nada! ¿Por qué? Porque es justo de ese miedo del que se alimenta la impunidad con la que la gente destruye la vida de otra persona sin el menor reparo.
Nos estamos yendo a la mierda con tanto callar: vivimos en un infierno de silencios y frustraciones acumuladas entre las costillas.
Quizá pedirte que ignores la burla de un compañero de clase parece fácil, sólo son niños y no saben lo que hacen. Quizá pedirte que ignores el insulto de un hombre en la calle parece fácil, sólo es un idiota que no sabe lo que hace. Quizá pedirte que ignores el desprecio de alguien porque no eres perfecta parece fácil, sólo es que el mundo no sabe lo que hace.
Esa sugerencia es como pedirte que dejes que tu marido te ponga un madrazo con tal de no pelear. Dejarte acosar por tu jefe con tal de que no te despida. Dejarte asesinar con tal de no incomodar al cabrón que te está agrediendo.
¡Ya no! ¡Ya no podemos quedarnos calladas esperando que algún milagro haga que los demás se den cuenta del daño que nos hacen y se arrepientan cuando rezan por las noches! ¡Ya no podemos seguir llorando a escondidas por miedo a incomodar a los demás con nuestro dolor!
Dejemos de ir por la vida pidiendo perdón por existir. Dejemos de ir por la vida disfrazándonos de mujeres cabronas cuando en el fondo nos morimos de miedo de gritar que ya estuvo, que ya es suficiente, que ya no aguantamos más los golpes, las humillaciones, las burlas, los prejuicios, las exigencias estéticas, morales, sociales, religiosas, divinas.
¡Ya!…
En este momento grito. Grito hasta quedarme afónica por esa pequeña desconocida víctima de un dolor tan conocido. Grito por ella, por mí y por todas las demás: ¿SABES QUÉ, MUNDO? POR MÍ, ¡PUEDES IRTE A LA MIERDA!
Comper.
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