Libera Me Domine, De Morte Aeterna* – Lucía Maya

Por Lucía Maya


Isla de Janitzio / Navegando por el umbral

El primero de noviembre de 2009 viajamos a Pátzcuaro mi amiga Carmen Ávalos y yo, la intención era escuchar a mi amiga María Luisa Tamez cantando el Réquiem de Verdi en la basílica de este pueblo mágico de Michoacán, cuna de mis abuelos paternos y maternos.

El impresionante Réquiem de Verdi toca fibras profundas relacionadas con el momento de la partida de este mundo, así que salimos de allí en un íntimo estado meditativo. Luego del concierto fuimos a cenar con el grupo de amigos cantantes, el esposo de María (el barítono Carlos Serrano -hoy ya fallecido-, un entrañable amigo), y con ellos iban además: la nuera y el nieto pequeño.

Era noche de muertos y al terminar la cena convenimos María Luisa y su familia, Carmen y yo, en ir por vez primera hacia el Lago de Janitzio a visitar el cementerio, justo en la noche de la festividad de los difuntos ya que ninguno de nosotros nunca antes había tenido la oportunidad de vivir esta experiencia.

La escena del velatorio en el cementerio de Janitzio la había visto innumerables veces a través de los medios y nunca ha dejado de impresionarme; sin embargo, estar allí en vivo era otra experiencia. Si me faltaba conocer el fervor y el cariño verdadero de los vivos hacia sus difuntos, acompañándolos en desvelo, día, noche y madrugada, a merced del frío, la tristeza y los recuerdos, lo supe esa noche, y soportan, tal vez con desagrado, la impertinente intromisión de visitantes irreverentes y ajenos a tal acto de amor, tradición y acercamiento espiritual.

Nos embarcamos hacia el cementerio preparados para el frío con lo que llevábamos puesto y con lo que pudimos adquirir, previniéndonos en el pequeño muelle de Pátzcuaro. Abordamos una lancha repleta de pasajeros acelerados por el alcohol –bastante más que nosotros- y ansiosos de presenciar la experiencia de convivir unas horas con vivos y muertos en su particular recinto donde permanece viva y devota una conmovedora tradición mexicana.

Las imágenes del cementerio poblado de veladoras podíamos verlas cercanas, tangibles; oler y aspirar su cera junto a el cempaxúchitl (claveles de muerto como les llaman poéticamente en el Caribe), así como las ofrendas de alimentos, frutas y pan de muerto. Una comunión de todos aquellos aromas flotando entre el aire templado de la noche entre el olor de la tierra del camposanto.

Salimos después de un cúmulo de visones conmovedoras y surrealistas de aquel velatorio en el cementerio a las 4:30 de la madrugada, María Luisa y yo. Silenciosas y conmovidas bajamos para buscar a los demás hasta la zona poblada de fondas y vendimias tan opuestas a la muerte y tan cotidianas para los vivos. Encontramos a Carlos despierto, muy animado, escuchando música de los trovadores del lugar mientras Carmen, de capa caída, estaba durmiendo agotada con la cabeza reclinada sobre la mesa de una fondita.

Era demasiado deshora para emprender el regreso a tierra aunque éste fuera corto, les sugerí esperar a que amaneciera ya que faltaban pocas horas, pero todos tenían mucho sueño y estaban ansiosos por volver a Pátzcuaro. Yo, que vengo de una isla pequeña en California, por algún arcaico recuerdo flotante en mi psique tenía posiblemente cierta incertidumbre, pero tuve que aceptar la decisión de la mayoría a pesar de mi curiosidad por ver el amanecer desde aquella isla pequeña llena de tradición y magia.

Las lanchas que llevan y traen turistas de un sitio a otro por el lago son muy rústicas y navegan con el tumulto de viajeros con la potencia de un motor primitivo que semeja y suena como el de una motocicleta. Navegaríamos entonces en la telúrica madrugada, entre una mística niebla con difícil visibilidad, transportando aproximadamente a unas ochenta personas, entre ellos adolescentes medio crudos con ropa ligera e inapropiada para el frío de la madrugada, pues salieron de Pátzcuaro por la noche ebrios y alocados, y por supuesto, al abordar hacia Janitzio, sin frío.

El espectáculo, al abandonar la isla de los muertos, con la radiante luna llena, era impresionante y en momentos tenebroso. Los islotes que encontrábamos de regreso, tomaban la forma de espejismos fantasmales a contraluz.

De pronto vi una zona de niebla espesa y la lancha iba justo en esa dirección, sentí escalofrío y pensé que aquello era como entrar a otra dimensión atravesando la neblina. Tuve temor, el frío se hizo más intenso. ¡El conductor de nuestra rústica nave estaba extraviado! Quedamos varados entre un manto de lirios y la neblina, atmósfera obligada para una situación de inesperado misterio.

La rústica embarcación del pueblo, por supuesto, no llevaba brújula; un asistente iba y venía de la proa al motor, desesperado pues no se podía ver nada a través de la neblina. Las señales, -me explicaron- eran todas iguales en el lago y no lograban descifrar dónde estábamos varados sobre el manto de lirios que detuvo el motor al enredarse en él, lo cual no nos permitía avanzar.

El conductor tomó una palanca enorme de madera y trataba inútilmente, en un heroico acto de optimismo, sacar la lancha con la multitud de aquella maraña de lirios. Comenzó a llamar a la estación desesperado para pedir auxilio, pero al parecer era imposible que alguien respondiera, además de que él mismo no sabía con exactitud describir en qué parte del lago nos encontrábamos. Sólo le escuchábamos decir “¡Manden ayuda por favor! La gente ya está muy atemorizada y tienen mucho frío”.

No llegaba ayuda alguna y el frío se intensificaba. La gente comenzó a desesperar aunque en la confusión de la barca muchos no se daban cuenta de que estábamos presos entre los lirios. De pronto, visualizamos el faro de otra lancha entre la niebla que iba también repleta de pasajeros, parecía que iba a golpearnos pues venía en dirección recta hacia nosotros. No comprendíamos por qué no cambiaba de dirección y de pronto, al rozar nuestra embarcación, ¡lo hizo, estaba cambiando su rumbo! Todos gritamos cuando vimos extrañados que cambiaba de dirección, yo me puse de pie, para observar lo que pasaba y me di cuenta que la gente que iba en la otra lancha ni siquiera nos miraba, permanecían sentados, sin ninguna expresión de alarde. Todo esto me pareció muy extraño.

Yo no dejaba de pensar continuamente en las imágenes de la gente en el cementerio y ahora nosotros nos encontrábamos sin movilidad en ese extraño cautiverio acuático.

Poco después, vino una segunda lancha. De nuevo vi que venía hacia nosotros de nuevo sin cambiar su rumbo, me agarré con fuerza de los barrotes de madera transversales de la embarcación esperando la embestida, temía que esta vez fuera más fuerte y dañara la lancha. Pensaba qué haríamos todos en el agua helada en medio de tanto lirio. ¡Aquello era aterrador! La otra lancha seguía avanzando en nuestra dirección como si no estuviéramos allí.

El conductor y su asistente, parados en la orilla del extremo posterior donde yo me encontraba, les hacían señales a los otros con su lámpara, pero de nuevo parecían no vernos y la lancha seguía avanzando, entonces nuestro conductor se dirigió a todos nosotros pues los pasajeros ya eran presa del pánico, se paraban y movían inquietos tiritando por el frío. Nos gritó: “¡Por favor, nadie se ponga de pie, todos permanezcan sentados porque la lancha se puede voltear y no saldremos de entre los lirios!”.

Me acerqué a él y le pregunté por qué las otras embarcaciones parecían no vernos ni inmutarse con la nuestra. “¡Aquí en el lago pasan cosas muy extrañas, señora. A veces hay lanchas que se pierden y no las encontramos nunca!” me dijo en voz baja su asistente, respondiendo él a mi pregunta.

Yo sabía de antemano que la lancha nos golpearía de frente. Yo observaba en silencio todo; me detuve con fuerza pensando que si la gente se ponía de pie y la lancha nos golpeaba era verdad que acabaríamos en el agua helada, sin que nadie nos pudiera tender una mano, pues la lancha agresora venía también llena de pasajeros y por lo tanto muy pesada.

La segunda embarcación nos golpeó directamente y después cambió el rumbo desalentadoramente. Entonces reflexioné asustada con rapidez en muchas cosas y en silencio contemplativo me preguntaba si la lancha había quedado perforada por el golpe. “Moriremos todos congelados en el lago, enredados entre el lirio y nadie lo sabrá” pensaba. Pero estar capturados entre los lirios era lo que nos salvaba de aquella embestida y la posible zozobra de nuestra barca.

Sin embargo, lo más extraño de todo aquello fue la actitud de indiferencia de los pasajeros de la otra embarcación, era como si hubieran chocado contra un islote, nadie parecía notar que estábamos allí por más gritos que dábamos todos, por más señales luminosas que hacía el conductor con su lámpara.

Llegué a pensar cosas muy extrañas; si aquello no sólo se trataba de la posibilidad de estar en una dimensión paralela, sino en la posibilidad de que fuéramos nosotros quienes no estuviéramos aún vivos. Pensé si en verdad estaríamos ya muertos, acaso y sería nuestro conductor una especie de Caronte que nos trasladaba por las islas de la vida y la muerte antes de bajar en la isla donde a cada uno de nosotros le esperaba su destino espiritual…

¿Acaso estarían las otras embarcaciones ocupadas por fantasmas, por difuntos? lLa imaginación ardiente de una pintora que lidia continuamente sobre el tema de la muerte y el misterio.

Recordé un cuento de viajeros en el mar sobre el trazo de una banda de Moebius (Möbius), pues era indudable que el conductor de nuestra barca había perdido por completo nuestra ubicación y la de la isla, no había ruta clara ni precisa, era como estar detenidos en el punto donde la banda de Moebius pierde su orientación.

Apartada del lugar donde estaban mis amigos, tomaba fotos de vez en cuando, porque aún dentro de mi terror no podía evitar admirar el misterio y la belleza de algunas imágenes entre la pesada bruma del amanecer y también lo hacía con el fin de distraer mi mente de los pensamientos de pánico.

Comenzamos a padecer el más terrible frío de la madrugada sobre el lago, especialmente los jóvenes que llevaban ropa ligera y ya sentían fuertemente la resaca del alcohol, sus risas y estruendos se habían convertido en temor y gemidos.

Una viejecita lloraba de angustia, entre dos mujeres que la abrazaban para darle calor. Carmencita, mi amiga, quien iba sentada cerca de ellas, estaba agotada y pálida pero con sus enormes ojos verdes muy abiertos en suspenso.

Algunas de las chicas más jóvenes perdieron la noción de la circunstancia en la que estábamos capturados y gritaban perturbadas exigiendo histéricas que se les bajara inmediatamente de la embarcación, como si estuviéramos anclados junto a una isla. No acertaban a darse cuenta que no había tierra firme a nuestro alrededor.

Mi amiga María Luisa y su esposo viajaban con su familia en la parte delantera, reclamaban muy alterados al conductor. “¡Qué irresponsables! ¿Por qué nadie viene a rescatarnos?”. Intentaban desde sus celulares comunicarse a Pátzcuaro pero las señales se perdían o tal vez ni siquiera había nadie del otro lado que las atendiera.

Pensé: “pronto amanecerá, es la única esperanza y entonces seguro otros ya podrán vernos”. Apenas se vislumbraba el amanecer y de pronto, con los primeros rayos de sol, como por arte de magia, salimos de allí. Nuestro conductor pudo al fin desarraigar aquel mamotreto repleto de pasajeros angustiados de entre la maraña de lirios.

Sin lugar a dudas la muerte había jugado con nosotros por tres horas interminables…

Los difuntos de la pequeña isla de Janitzio, se habían desquitado de las impertinentes actitudes de los jóvenes y desde su espiritual reino se mofaban de nuestra humana ignorancia e impotencia, de las risas y correteos de los jóvenes borrachos saltando entre las tumbas del cementerio horas antes, sin respeto alguno por los muertos ni sus dolientes. Las almas de los difuntos se alegraron del frío escalofriante de los jóvenes en su resaca gélida y sus quejidos.

La luna nunca sirvió de guía -tampoco hubiera ayudado mucho con el lirio pertinaz-, pero aún llena ella, con su giocóndita sonrisa, miraba indiferente desde las alturas. El silencio nocturno y el frío nos horadaban los huesos, mientras nadie sobre la lancha comprendía qué era lo que realmente nos estaba sucediendo, todos sólo pensábamos angustiados en desesperadamente bajar de aquella barca y pisar tierra.

Habíamos estado varados tres horas entre el umbral de la vida y de la muerte.

Salimos de allí a pisar tierra a las 7:30 de la mañana: no nos esperaban, ningún alma viva buscó la embarcación, nadie nos tendió la mano, a ningún ser humano le importó lo que nos había pasado. Esperamos de pie todavía con preocupación frente a la barca ver bajar a la viejita con sus acompañantes, pero –cosa muy extraña- nunca apareció de entre la gente que bajaba. Fuimos a quejarnos agotados y molestos a una cabina donde el único ser aparentemente responsable se limitó a decir sin mirarnos a la cara: “Yo jamás recibí anoche ni una sola llamada de nadie”.

Era indudable que habíamos estado cautivos en una zona donde los vivos no son vistos y sus voces no pueden ser escuchadas, donde otros vivos sólo pasan de largo.

Cuando se piensa en el momento de la muerte uno va preparando la maleta llena de recuerdos para llevarse el último día de la vida. Quién no tiene el pensamiento romántico de que, tendidos antes de morir sobre nuestra cama y rodeados de seres queridos, meditaremos, recordaremos lo bueno de nuestras vidas, perdonaremos y nos iremos en paz. La realidad es que ignoramos cuál será la situación verdadera y puede ser que la muerte llegue súbitamente como una estocada, sin darnos tiempo de nada, o como en este episodio que les narro, y que La Bella llegue en una situación angustiante, trágica y llena de misterio como la que vivimos en Janitzio.

Por mi parte siento que he disfrutado la vida tanto como he podido, pienso en la muerte con mucha frecuencia, sé que puede suceder en cualquier momento. Desde muy niña he vivido con ese pulso de muerte.

La soledad me reconforta en su silencio y en ocasiones me conecta fuertemente con el umbral de la muerte que siempre está presente virtualmente, erguido, firme, como uno de los enigmáticos pórticos arquitectónicos viejos de la isla griega de Santorini, cuyas entradas conducen sólo al cielo o al mar.

La soledad me planta de frente en un umbral de partida, en el cual transita su inevitable niebla siempre en movimiento que avanza ligera en apariencia, así como la barca ancestral de las estancias de los sueños de mi infancia, entre la misteriosa neblina del lago de Janitzio y mis actuales pinturas, entre los sueños que aún vividos, jamás he pintado.

La Bella sin prisa espera de pie, desde su paciencia implacable, en el umbral a lo incierto, a lo desconocido, pasadizo irremisible al sueño de los vivos.

Sin embargo, siempre, en esos momentos en que la pienso tan certera y liberadora como el Libera me Domine, de morte aeterna del Réquiem de Verdi, una cálida ráfaga de amor roza mis labios, eriza mi piel, habla quedo, y vuelvo con pasión a abrazar la vida como al bajar de aquella barca esa madrugada en la isla de Janitzio.

LIBERA ME DOMINE, DE MORTE AETERNA

Líbrame, oh Señor, de la muerte eterna en aquel día terrible.
Cuando los cielos y la tierra sean movidos,
cuando vengas a juzgar el mundo con fuego.

Estoy hecho a temblar, y temo, hasta que el juicio
sea sobre nosotros, y la ira venidera.
Cuando los cielos y la tierra sean movidos.
Ese día, día de ira, calamidad y miseria,
día de gran y máxima amargura.

Cuando vengas a juzgar el mundo con fuego.
Descansa eternamente, oh Señor,
y haz que la luz brille perpetuamente sobre ellos.
Líbrame, oh Señor, de la muerte eterna en aquel día terrible.
Cuando los cielos y la tierra sean movidos,
cuando vengas a juzgar el mundo con fuego.

Estoy hecho a temblar, y temo,
hasta que el juicio sea sobre nosotros, y la ira venidera,
cuando los cielos y la tierra sean movidos.
Ese día, día de ira, calamidad y miseria, día de gran
y máxima amargura.

Cuando vengas a juzgar el mundo con fuego.
Descansa eternamente, oh Señor, y haz que la luz brille
perpetuamente sobre ellos.

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*Versión actualizada de una historia verdadera en el Lago de Janitzio, Pátzcuaro, Michoacán.