Mis Luchas – Mónica Del Carmen

´Ora sí que, parafraseando a Virginie Despentes en su Teoría King Kong, me presento: escribo desde la fealdad y para la feas, las que andamos en la baika, las que el patriarcado nos llama locas o feminazis, para las que fumamos marihuana o comemos hikuri, para las que no tenemos, ni queremos hijxs, para las que estamos fuera del mercado de las buenas mujeres mexicanas. Y empiezo aquí para que las cosas queden claras, no me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro. Ser Mónica del Carmen me parece un asunto más interesante que ningún otro.

Tengo 36 años y nací en Miahuatlán, Oaxaca, un pueblo bastante conservador, donde a mi edad ya soy una mujer quedada. Lo que más rescato de este pueblo es el mercado donde crecí.

En una entrevista me preguntaban cómo es que había salido artista si mis padres no lo fueron. Recuerdo que me fui pensando en ello y llegué a la conclusión de que familia, para mí, tiene un referente de comunidad. Y más que padres, yo tuve muchas madres. Varias mujeres del mercado me criaron con mucho amor, así como las monjas de mi colegio. Quiero hablarles de una en especial, la madre Juanita, jugadora de fútbol, buenísima para los tiros de chilena, quien me hizo amante de los libros, la música, la danza y hasta del teatro.

Aunque llegar a ser artista no ha sido, digamos fácil, me he enfrentado a unos cuantos problemillas propios de mi sexo, mi color de piel y hasta de mi clase social.

RACISMO, CLASISMO Y SEXISMO

Recuerdo un día soleado frente al lavadero de mi casa donde a mi madre, quien me peinaba, le dije: “No me peines de trenzas porque parezco indita”. Estoy segura que fue algo que le enfureció, ligeramente me aventó la cabeza para dejarme el cabello suelto, me puse una diadema y me fui contenta a la escuela. Allí, tarde o temprano, me volvieron a decir que era hija de una verdulera, que era india y pobre. Luego miraba a la Virgen de Fátima, patrona de mi colegio, que era blanquita, blanquita, de ojo claro, muy esbelta y ciertamente, no me parecía mucho ella.

En el colegio aprendí varias cosas, por ejemplo, que excepto San Martín de Porres, todos los demás santos eran blancos. Aprendí que Jesús era más poderoso que la Virgen, que había lecturas para mujeres y para hombres. Nos lo hacía notar la madre Juanita; a las mujeres nos leía Staurofila, una oda al amor romántico, abnegado y heterosexual. A los hombres les leía la vida de Karol Wojtyla, el varón que había llegado a ser Papa, jugador de futbol e incluso actor.

Sin embargo, ya de niña, en mi imagen sobre lo femenino y lo indígena, las mujeres eran fuertes y ágiles, cargaban canastos, costales de varios kilos para la vendimia del mercado, trepadoras de postes para colocar sus manteados que les cubrían del sol, administradoras y contadoras natas de sus negocios, músicas, lectoras y directoras del colegio como lo fue la madre Juanita.

LA INTERRUPCIÓN DEL EMBARAZO

Con el gran esfuerzo de mi madre, feminista por intuición, entré a estudiar al Centro de Educación Artística Miguel Cabrera en la ciudad de Oaxaca, que fue el comienzo de mi carrera como actriz y como feminazi, que ya ahora, al igual que la ofensa de india, me causan entre risa y penita ajena por la podredumbre e ignorancia de la persona que pretende ofenderme con ello.

Antes de comenzar mis estudios, mi madre me decía: “Si te embarazas, Mónica, además de regresarte para el pueblo te voy mandar al convento de la madre Irene con tu rebozo, tu vestido y nene…”. Quedar embarazada en la adolescencia era mi peor pesadilla.

Lo que a continuación voy a narrar le sucedió a la prima, de la amiga, de la vecina de la oficina de enfrente, pero lo voy a narrar como si me hubiera sucedido a mí.

No me embaracé en la preparatoria, pero me sucedió en el segundo año de la carrera de actuación. Mi menstruación un día no vino. Vivía con dos amigas más, me sugirieron que me hiciera una prueba de embarazo casera, luego una de sangre. Las dos resultaron positivas.

Había logrado entrar a la Escuela Nacional de Arte Teatral para luego, tener que recluirme en el “convento de la madre Irene”… ¡Nooooo! Algo tenía que hacer, el aborto no era legal y era un sufrir que me calaba los huesos, estaba triste, preocupada, a mis 19 años sentía que me había traicionado a mí y a mi madre.

Me decidí por interrumpir el embarazo, allá por el 2002, cuando no era legal ni en la CDMX; la opción más económica que encontré fue de 9,000 pesos en una clínica clandestina de Iztapalapa. Como estudihambre, conseguir 9,000 pesos era una hazaña tremenda, por si fuera poco, la culpa y el miedo a morirme me invadían.

Tuve pesadillas con el Papa Juan Pablo, en un sueño rojo pasaba frente a mí y me señalaba como una asesina desde su lujoso papamóvil, donde seguro, si continuaba el sueño, se encontraría con Norberto Rivera, encubridor de curas pederastas que embarazaban niñas, y oficiaría misa ante muchas monjas que, como yo, tenían intenciones de interrumpir su embarazo por el miedo a ser excomulgadas, porque cada mujer tiene sus motivos para interrumpir el embarazo.

Por alguna razón o después de tanto desearlo comencé a sangrar y terminé en el hospital general con un aborto espontaneo. La limpieza fue muy dolorosa, pero la médica que me atendió me decía: “Ya va a pasar, ya va a pasar” mientras me sonreía y me tomaba de la mano. Suena trillado, pero sí vuelve el alma al cuerpo, sí se siente un alivio profundo al pensar que puedes continuar con tu proyecto de vida, con tus sueños, se siente bonito ser una reconocida actriz profesional.

LA VIOLENCIA MACHISTA

Esto me sucedió a mí, pero me da rabia pensar que le puede esta sucediendo a la prima, de la amiga, de la vecina de la oficina de enfrente, ahora, en este mismo pinche instante, mientras lees esto:

Comencé a tener una relación de pareja con un hombre aparentemente muy tranquilo, callado, noble, igualitario, posteador en Facebook de las causas feministas, ecologistas y hasta de derechos humanos. Con él me sentía ganadora de la lotería. Sin embargo, desde los primeros meses las banderas rojas comenzaron a salir; hablaba muy mal de sus exparejas, todas le habían traicionado, se mostraba como la gran víctima. Un día enojado por uno de mis “indecentes comportamientos” destrozó su guitarra a golpes y le propinó un puñetazo al clóset que lo dejó perforado. En muchas ocasiones me hacía sentir culpable y hasta pedir perdón.

Para mí, él era como dos personas en un mismo cuerpo, uno sacado del movimiento de nuevas masculinidades; el otro, un macho monstruoso que me decía cosas como: ¡cállate el hocico!, ¡tonta!, ¡chinga tu madre!, no sin antes levantar la cama, arrancarme la cortina del baño mientras me bañaba, aventar el módem, el teléfono, mis adornos de barro, empujarme y quererme aventar un banco de madera en uno de sus ataques de ira al estilo Hulk.

La relación nunca mejoró, los ciclos de violencia eran cada vez con menos intervalos temporales, así como la intensidad de su cólera. Cuando le dije que ya no podía continuar con él me sugirió que fuéramos a una terapia de pareja, que resulto ser una experiencia horrorosa, a pesar de mis narraciones, la psicóloga se puso de su lado. El colmo fue cuando terminó diagnosticándome un trastorno de personalidad.

Cuando logré terminar la relación y sacar a mi expareja de mi casa, comenzó un largo proceso de desenganche, con el tiempo entendí que era una relación codependiente y librarse de ella fue como desintoxicarse de una droga dura.

No lograba entender cómo yo, siendo feminista, en contra del maltrato hacia las mujeres, formada y habiendo actuado en obras sobre violencia en el noviazgo, quedé atrapada en una relación llena de abusos, manipulaciones y violencias.

Rescatarme de una relación así fue muy difícil, necesite mucha sororidad. Mi madre siempre estuvo conmigo, mis queridas amigxs, y un apoyo vital fue una valiente mujer que fue pareja de mi ex, a la cual ahora le tengo amor y gratitud. Otras mujeres que me ayudaron fueron las que me encontré en el CAVI (Centro de Apoyo a la Violencia Intrafamiliar). Podría escribir un libro con todas las historias que ahí escuché, experiencias atroces e increíbles.

Recuperarme ameritó mucha búsqueda, investigación, así como resistencia, y pasar un largo proceso de desintoxicación. Ameritó escuchar a otras mujeres y discernir mucho.

Estas experiencias de vida son ahora mi patrimonio y se han convertido en mis luchas que he tomado con fuerza. Puedo hablar de ellas desde mi cuerpo, desde mi corazón, desde mis entrañas, y no, no soy una víctima, soy una luchadora. Yo, al igual que todas las mujeres de todos los mundos, merezco el bienestar, vivir lejos de la violencia, decidir sobre mi cuerpo, sobre mi maternidad, sobre cómo quiero vivir mi vida. Porque ante todo: #acordamosvivir